lunes, 30 de junio de 2008

Poemas a la deriva

Siete poemas en prosa


Me encontré con el poeta Mark Strand[1] en la calle. Inmediatamente me desafió bebiéndose una copa de vino de cabeza. Estaba pasmado. Ni siquiera derramó una gota. Era una de las botellas que Baudelaire le robó a su padrastro embajador en 1848. "¿Es esto lo que se conoce como realidad subjetiva?” le pregunté. Años atrás este mismo Strand tradujo un famoso poema quechua sobre un hombre que crió una mosca con alas de oro dentro de una botella verde. ¡Y mírenlo ahora!

Soy el último de los soldados napoleónicos. Casi doscientos años después y todavía me estoy retirando de Moscú. El camino lo cercan abedules blancos y el lodo trepa hasta mis rodillas. La tuerta quiere venderme un pollo, y ni siquiera llevo ropas encima.
Los alemanes van para un lado y yo voy hacia el otro. Los rusos todavía van para el otro lado y saludan despidiéndose. Tengo un sable ceremonial. Lo uso para cortarme el pelo, que mide un poco más de un metro.

Comedia de errores en un elegante hotel del centro
La silla es en verdad una mesa burlándose de sí misma. El perchero[2] acaba de aprender a darles propina a los mozos. A un zapato le sirven una bandeja con caviar negro.
"Mi más querido y estimado señor,” le dice una palmera en un macetero a un espejo. “es absolutamente inútil emocionarse.”

Margaret estaba copiando las instrucciones para cocinar "santos asados con cebollas” de un antiguo libro de recetas. Los diez mil sonidos del mundo fueron silenciados para que pudiéramos oír su lápiz rayando. El santo estaba dormido en la habitación con un trapo mojado sobre sus ojos. Afuera por la ventana, el dueño del libro se sentó sobre un manzano en flor asesinando limones con sus uñas.

La ciudad había sucumbido. Llegamos a la ventana de una casa dibujada por un loco. El sol en su ocaso brilló sobre algunas máquinas de futilidad abandonadas. "Recuerdo," alguien dijo, "cómo en tiempos antiguos uno podía convertir a un lobo en humano y luego sermonearlo hasta aburrirse.”

Había confundido a los personajes en la larga novela que estaba escribiendo. Se olvidó quiénes eran y qué hacían. Una mujer muerta reapareció cuando fue hora de comer. Un vendedor de puerta en puerta emergió de una casa rodante entre los montes, estaba vestido con un kimono japonés. El día en que supuestamente el asesino sería electrocutado estaba comprando flores para una tal Rita, que resultó ser una chica de 10 años con lentes gruesos y trenzas. . . Y así fue.
Sin embargo nunca hizo nada por mí. Me volví cada vez más viejo y huraño, como se supone estando en un andrajoso pueblucho que siempre describió como “muerto” y “cerca de nada.”

Mi padre adoraba los extraños libros de André Breton. Levantaba su copa de vino y brindaba por esas remotas veladas “cuando las mariposas formaban un encintado único y continuo” O íbamos a mear en el callejón de atrás y decía: "Aquí tienes unos binoculares para ojos vendados." Vivíamos en una destartalada casucha que olía a viejos y a sus mascotas.
"Suspendido en el borde del abismo, impregnado con el perfume de lo prohibido," nos turnábamos para cortar la salchicha ahumada sobre la mesa. “Adoro norteamérica,” nos decía. Íbamos a hacer un millón de dólares manufacturando objetos que habíamos visto en sueños esa noche.




[1] (strand varado, abandonado)

[2] Literalmente se dice coat tree, o árbol de abrigos.

1 comentario:

Oliver Allen dijo...

Charles Simic 1938, Belgrado, Yugoslavia.