lunes, 16 de junio de 2008

Chuck Palahniuk. Prólogo a “Stranger than Fiction”,

Realidad y ficción (prólogo)


Si no te has dado cuenta, todos mis libros tratan sobre una persona solitaria que busca algún modo de conectarse con otros.

De cierto modo es el opuesto del sueño americano: volverte tan rico que puedas elevarte por sobre la gentuza, por sobre toda esa gente en la autopista o, peor, en la micro. No, el sueño es una gran casa, lejos y solitaria en algún lugar. Un penthouse, como el de Howard Hughes. O un castillo en la cima de una montaña, como el de William Randolph Hearst. Algún adorable y aislado nido donde puedas invitar a la gentuza que te guste. Un medioambiente que puedas controlar, libre de conflicto y dolor. En el que reinas.

Ya sea en un rancho en Montana o un departamento subterráneo con 10.000 DVDs y acceso a Internet de alta velocidad, nunca falla. Nos metemos ahí y estamos solos. Y solitarios.

Después de ser lo suficientemente miserables (como el narrador de El club de la pelea en su departamento, o el narrador alienado por su hermoso rostro en Monstruos Invisibles) destruimos nuestro adorable nido y forzamos nuestro regreso en el mundo exterior. De tantas maneras distintas, así es cómo escribes una novela también. Planificas e investigas. Pasas tiempo solo, construyendo este adorable mundo en el que puedes controlar, controlar, controlarlo todo. Dejas que el teléfono resuene. Que los correos electrónicos se apilen. Te quedas en tu mundo inventado hasta que lo destruyes. Y después regresas a estar con otras personas.

Si tu mundo inventado vende lo suficiente tienes la oportunidad de salir a una gira para promocionarlo. De dar entrevistas. De estar de verdad con gente. Mucha gente. Gente hasta que te enfermas de la gente. Hasta que te urge la idea de escaparte, de huir a…

A otro adorable mundo inventado.

Y así transcurre. Solo. Reunido. Solo. Reunido.

Lo más probable es que, si estás leyendo esto, conozcas el ciclo. Leer un libro no es una actividad grupal. No como ir a ver una película o ir a un concierto. Este es el extremo solitario del espectro.

Cada historia en este libro trata sobre estar con gente. De mí estando con otra gente. O de gente estando reunida.

Para los constructores de castillos, trata sobre levantar una estructura de piedra tan grandiosa que logre atraer a gente que comparta ese sueño.

Para los tipos del Demolition Derby, trata sobre encontrar una forma de reunirse, una estructura social con reglas y objetivos y roles para que la gente cumpla, y de esta forma reconstruir su comunidad haciendo chocar maquinaria de granja.

Para Marilyn Manson, trata sobre un muchacho del medio-oeste que no sabía nadar y que de pronto se mudó a Florida, donde la vida social se vive en el océano. Aquí, ese muchacho aún está tratando de conectarse con la gente.

Todos estos son historias-ensayos no ficcionales que escribo entre novelas. En mi propio ciclo es así: Realidad, ficción, realidad, ficción.

La desventaja de escribir es el estar solo. La parte en que escribes. La parte de soledad buhardillada. En la imaginación de la gente, esta es la diferencia entre un escritor y un periodista. El periodista, el reportero de un diario, siempre está persiguiendo, conociendo, abalanzándose sobre gente, reuniendo datos. Cocinando una historia. El periodista escribe rodeado de gente, y siempre bajo un plazo de entrega. Aglomerado y apurado. Emocionante y divertido.

El periodista escribe para conectarte con el mundo más grande. Un canal.

Pero un escritor, un escritor es distinto. Cualquiera que escriba ficción (la gente se imagina) está solo. Quizás porque la ficción parece conectarte solamente con la voz de la otra persona. Quizás porque leer es algo que hacemos solos. Es un pasatiempo que parece alejarnos de los demás.

El periodista investiga una historia. El novelista la imagina.

Lo divertido es que estarías sorprendido de la cantidad de tiempo que un novelista tiene que invertir con gente para poder crear esta voz única y solitaria. Este mundo supuestamente solitario.

Es difícil llamar a cualquiera de mis novelas “ficción.”

Una de las razones más importantes por las que escribo es porque una vez a la semana significaba reunirme con gente. Esto lo hacía en un taller conducido por un escritor publicado (Tom Spanbauer), los jueves en la noche alrededor de su mesa. En ese tiempo, la gran mayoría de mis amistades se basaban en la proximidad: vecinos y colegas. Esa gente que conoces sólo porque…bueno, te toca estar sentado junto a ellos a diario.

La persona más divertida que conozco, Ina Gebert, llama a los colegas tu “familia gaseosa”.

El problema con los amigos proxémicos es que se alejan. Renuncian o los despiden.

No fue hasta que estuve en un taller de escritura cuando descubrí la idea de amistad basada en una pasión compartida. Escribir. O el teatro. O la música. Alguna visión compartida. Una misión mutua que te mantendrá unido con otras personas que valoran esta habilidad vaga e intangible que tú valoras. Éstos son los amigos que sobreviven trabajos y desalojos. Esta constante reunión los jueves en la noche era el único incentivo para seguir escribiendo en los años en que la escritura no pagaba ni un céntimo. Tom y Suzy y Monica y Steven y Bill y Cory y Rick. Peleábamos y nos felicitábamos. Y era suficiente.

Mi tesis favorita sobre el éxito de El Club de la pelea es que la historia presenta una estructura para que la gente se reúna. La gente quiere encontrar nuevas formas de conectarse. Miren libros como “Clan a-yá” “Coser y cantar” o “El club de la buena estrella”. Todos estos son libros que presentan una estructura (fabricar un edredón o jugar mah-jongg) que permite que la gente se junte y comparta historias. Todos estos libros son relatos breves conectados por una actividad compartida. Por supuesto, todas son historias para mujeres. No vemos aparecer demasiados modelos nuevos de interacción masculina. Están los deportes. Construir graneros. Y sería todo.

Y ahora hay clubes de la pelea. Para mejor o peor.

Antes de comenzar a escribir el Club de la pelea trabajé de voluntario en un hospicio de caridad. Mi trabajo era llevar gente a citas y reuniones de grupos de apoyo. Ahí, se sentaban alrededor de otras personas en el subterráneo de una iglesia, comparando síntomas y haciendo ejercicios New Age. Esas reuniones eran incómodas porque sin importar cuánto tratara de esconderme, la gente siempre asumía que yo tenía la enfermedad que ellos tenían. No había ningún modo discreto de decir que simplemente estaba observando, un turista esperando mi carga para llevarla de vuelta al hospicio. Así que empecé a contarme una historia sobre un tipo que perseguía grupos de apoyo de enfermos terminales para sentirse mejor con su propia vida sin sentido.

De tantas maneras distintas, estos lugares (grupos de apoyo, grupos de sanación de 12 pasos, los Demolition Derby) han llegado a completar el rol que la religión organizada solía llenar. Solíamos ir a la iglesia a revelar los peores aspectos de nosotros mismos, nuestros pecados. Para contar nuestras historias. Para ser reconocidos. Para ser perdonados. Y para ser redimidos y aceptados de vuelta en nuestra comunidad. Este ritual era la forma de permanecer conectados con la gente, y de resolver nuestra ansiedad antes de que nos condujera tan lejos de nuestra humanidad que nos encontráramos perdidos.

En estos lugares encuentro las historias más verdaderas. En los grupos de apoyo. En hospitales. En cualquier lugar donde a la gente no le quedaba nada que perder, ahí es donde dicen las mayores verdades.

Mientras escribía Monstruos Invisibles, llamaba a líneas de sexo telefónico y pedía que me contaran sus historias más sucias. Puedes llamar y decir: “¡Aló, estoy buscando historias calientes de incesto entre hermanos, oigamos la tuya!” o “¡Cuéntame tu fantasía más sucia y asquerosa de travestismo fetiche!” y estarás tomando notas por horas. Porque es sólo escuchar, como radioteatro obsceno. Algunos son pésimos actores, pero otros te romperán el corazón.

En una llamada, un muchacho me contó que fue extorsionado para tener sexo con un policía que lo amenazó con acusar a sus padres de negligencia y abuso. El policía le contagió al muchacho gonorrea, y los padres que el muchacho trataba de salvar… lo echaron de su casa a vivir en la calle. Mientras contaba su historia, por el final, el muchacho comenzó a llorar. Si estaba mintiendo, era una actuación magnífica. Una pequeña pieza teatral de uno a uno. Si era una historia, de todas maneras era una historia grandiosa.

Así que, por supuesto, la usé en el libro.

El mundo está hecho de gente contándose historias. Miren la bolsa de valores. Miren la moda. Cualquier historia extensa, cualquier novela, es simplemente una combinación de historias breves.

Mientras investigaba para escribir mi cuarto libro, Asfixia, me senté dos veces a la semana por seis meses en sesiones de terapia para adictos al sexo. Los miércoles y viernes en la noche.

De tantas maneras distintas, estas sesiones de discusión no eran tan distintas a los talleres de escritura a los que asistía los jueves en la noche. Ambos grupos simplemente consistían en gente contándose historias. Los sexoadictos quizá estaban menos preocupados sobre el “oficio”, pero aún así contaban historias sobre prostitutas y sexo anónimo en baños con suficiente habilidad para obtener una buena reacción de su audiencia. Mucha de esta gente había hablado en estas reuniones por tantos años que al escucharla oías un gran soliloquio. Un brillante actor personificándose a sí mismo o a sí misma. Un monólogo íntimo que evidenciaba un instinto de revelar información clave de a poco, de crear tensión dramática, de armar golpes de efecto y de involucrar completamente al oyente.

Para Asfixia, también trabajé de voluntario para pacientes con Alzheimer. Mi rol era simplemente preguntarles sobre las viejas fotografías que cada uno guardaba en una caja en su clóset, y tratar de agitar su memoria. Era un trabajo que el personal de enfermería no tenía tiempo para hacer. Y, una vez más, se trataba de contar historias. Un argumento secundario de Asfixia se armó a medida que, día tras día, cada paciente observaba la misma fotografía pero contaba una historia distinta sobre ella. Un día, la hermosa mujer de pecho descubierto era su esposa. Al día siguiente, era una mujer que habían conocido en México mientras trabajaban en la marina. Al día siguiente, la mujer era una vieja amiga del trabajo. Lo que me golpeó fue que…tenían que crear una historia para explicar quién era. Incluso si se habían olvidado, nunca lo admitirían. Una falsa historia bien contada era siempre mejor que admitir que no reconocían a esta mujer.

Líneas de sexo telefónico, la enfermedad, los grupos de ayuda, los grupos de doce pasos, todos estos tipos de lugares son escuelas para aprender a narrar una historia efectivamente. A viva voz. A la gente. No simplemente para buscar ideas, sino para aprender a representar.

Vivimos nuestras vidas acorde a las historias. Acerca de ser irlandés o negro. Acerca de trabajar duro o inyectarse heroína. Sobre ser hombre o mujer. Y empeñamos nuestra vida buscando evidencia (hechos y pruebas) que apoyen nuestra historia. Como escritor, simplemente reconoces esa parte de la naturaleza humana. Cada vez que creas un personaje, miras el mundo como ese personaje, buscando los detalles que hacen de esa realidad la realidad única y cierta.

Como un abogado alegando un caso en un juzgado, te conviertes en un abogado que quiere que el lector acepte como verdad el modo en que el personaje ve el mundo. Quieres darle al lector un respiro de su propia vida. De la historia de su propia vida.

Así es como creo a un personaje. Generalmente tiendo a darle a cada personaje una educación y un paquete de habilidades que limite cómo ven el mundo. Un empleado doméstico ve el mundo como una eterna serie de manchas que quitar. Una modelo ve el mundo como una serie de rivales que compiten por la atención pública. Un estudiante de medicina fracasado no ve nada más que lunares y espasmos que podrían ser los signos tempranos de una enfermedad terminal.

Durante la misma época en que comencé a escribir, unos amigos y yo comenzamos una tradición semanal que llamábamos “noche de juegos.” Cada domingo en la tarde nos reuníamos para jugar juegos grupales como “mímicas”. Algunas noches ni siquiera comenzábamos a jugar. Todo lo que necesitábamos era la excusa, y algunas veces la estructura, para estar juntos. Si estaba atorado en mi escritura, buscando una nueva forma de desarrollar un tema, hacía lo que más tarde bauticé como “sembrar en multitud”. Lanzaba un tema para conversar, quizás contaba una historia rápida y divertida, y pedía que la gente contara sus versiones propias.

Mientras escribía Superviviente, pedía que me contaran secretos de limpieza y la gente me los dictaba por horas. Para Asfixia, eran anuncios de seguridad codificados. Para Diario, contaba historias sobre cosas que había encontrado, dejado, sellado dentro de las casas en las que había trabajado. Al escuchar mi puñado de historias, mis amigos contaban las suyas. Y sus invitados contaban sus historias. Y en una noche, tenía suficiente para un libro.

De esta forma, incluso el solitario acto de escribir se convierte en una excusa para estar rodeado de gente. A la larga, la gente alimenta el oficio de contar historias.

Solo. Reunido. Realidad. Ficción. Es un ciclo.

Comedia. Tragedia. Luz. Oscuridad. Se definen entre sí.

Funciona, pero sólo si no te quedas atorado demasiado tiempo en un único lugar.

1 comentario:

Oliver Allen dijo...

Del libro “Stranger than Fiction”, traducido por Random como Error Humano (2005) en un español coño insufrible. Este capítulo no se encuentra por ningún lado traducido al español. En la página oficial de Palahniuk se encuentra el capítulo 1 (“gente reunida”) a modo de muestra. El texto en inglés es difícil de encontrar (este prólogo está en www.fictionwise.com/ebooks/eBook23291.htm por si lo prefieren en inglés), pero es fácil encontrarlo en audio, narrado por el mismo Chuck, y le sale la raja.

Este prólogo es brillante a pesar de su aparente obviedad. Además de honesto de cabeza contra la muralla.