lunes, 7 de julio de 2008

Lester Bangs: John Coltrane vive

John Coltrane vive

Todo comenzó de forma tan simple. Nunca esperé que terminara en este pantano de complicaciones.

Estaba matando el tiempo una mañana de lunes, tocábamos y bebíamos oporto con mis amigos Roger y Tim. Estábamos empezando una banda de rock al estilo Stooge que en distintas ocasiones había sido nombrada Crime Desire, Cannibal Rape Job, Romilar Jag, Cigar Box Joe Cob & the Clap, y que actualmente se llama National Dust, puesto que estamos pasando por nuestra etapa de volver a lo rudimentario. Tim toca la guitarra rítmica, Roger canta y toca flauta, y también tenemos a otros tipos que no están presentes esta noche para la guitarra principal y el bajo, aunque nuestro baterista hace poco se fue porque éramos demasiado para él. Yo toco la armónica y canto algunas de las canciones. Esta noche estábamos ensayando algunas de mis nuevas y originales piezas como “Please don’t burn my Yoyo,” “A race of citizens,” “He gave you the finger, Mabel,” “After my misspent youth”, y “Barracuda Anthem,” que era mi propia filípica juvenil revolucionaria delincuente.

¡Oye, hijo de puta!
¡Oye, hijo de puta!
Todo lo que haces es sentarte en tu culo
Sale a las calles y demuestra que eres un hombre
Hemos estado inmóviles mucho tiempo
Es hora de jalar la palanca
¡Sobre esos que le han robado el piso a pies nonatos por siempre!

Ensayando con sólo tres miembros de la banda y una guitarra no era la empresa más fácil del mundo, pero se fue relajando a medida que nos emborrachábamos. Cuando las cosas comenzaron a cocerse estaba inmerso en una ráfaga de inspiración que me pareció brillante en el momento pero que no era otra cosa que un final espantoso.

Soplando y encogiéndome en mi Hohner Marine Band, miré alrededor del cuarto de Roger, lleno de manuscritos manchados, revistas de desnudos hechas pedazos, botellas a medio vaciar y álbumes con manchas de vino en las carátulas, cuando de pronto vi apoyado una esquina, cubierto de polvo, un viejo saxo alto que Roger le había pedido a su cuñado hace muchos meses con la intención de escalar desde la flauta, aunque nunca pudo entenderlo bien.

Instantáneamente boté la armónica, que de todas maneras era una paleta demasiado limitada para un artista experimental, y tomé el saxo. Sólo sostenerlo en mis manos y jugar con las teclas fue como una revelación que me transportó a mis días en el colegio y a las lecciones que tomaba con otro saxo prestado. Sentado en el salón de ensayos de la tienda de música con mi paciente y laborioso instructor que me enseñaba las escalas y a usar la embocadura cuando lo único que yo quería era soltarme en un quemante soplido del Bronx que hiciera volar el techo. El saxofón siempre ha sido un símbolo de poder para mí. Desde esos días en que por primera vez me sentaba a estremecerme y rockear con piezas como Africa/Brass de John Coltrane mientras miraba sumergido en asombro las fotografías del tipo en su chaqueta, inundado en luces púrpuras y amarillas, bufando el testamento más honesto de la historia con ese saxo grande y atronador.

Los días en que me devolvía a casa fingiendo un resfrío me ponía a escuchar a Trane lo más fuerte que podía aguantar mi equipo Sears Silverstone, y me paraba en un taburete a leer “Howl” de Allen Ginsberg al tope de mis pulmones, imaginando que estaba en un café de North Beach o Greenwich Village. La música era mi combustible, aunque con pena me daba cuenta que en el núcleo era un muchacho verbal. En la ducha bailaba golpeteando pianos imaginarios, baterías, luego guitarras, pero especialmente saxos, copiando a mis héroes en improvisaciones atonales de 20 minutos que se elevaban en los clímax más relampagueantes cuando se acababa el agua caliente.


También tomé clases con instrumentos reales en distintos momentos: guitarras, pianos, trompetas, baterías y el anteriormente mencionado saxo, nunca alcanzando mucho éxito porque estaba muy encendido con los imperativos de mis canciones internas para molestarme en aprender tonterías de libros para principiantes como “Old Black Joe” y “My Bonnie.” Por las tardes practicaba las escalas con mi saxo alto por cinco o diez minutos, sintiéndolas deslizarse ineludiblemente hacia improvisaciones, rechinando un rato para después prender un Chesterfield, apoyarme encorvado en el respaldo del asiento con mi hacha descansando casualmente sobre mis piernas cruzadas, con los dedos de una mano aún sosteniendo las teclas, escuchando mis álbumes de Jackie McLean, soñando. Después comencé a fumar hierba, y mediante los azarosos y perfectos fraseos eufóricos me las pude arreglar con “Summertime” de Gershwin. Una tarde me uní a una banda del estilo Johnny and the Hurricanes, pero no podía tocar “Night Train” o “Let’s Get One.” Aunque sí podía rechinar, incluso con la lengüeta rota y su punta mordida y astillada por lo menos unos cuantos centímetros.

La lengüeta del saxo del cuñado de Roger estaba nueva pero rígida y polvorienta, probablemente nunca la habían usado. Un músico “profesional” la hubiese sacado y soplado hasta que estuviera lista para ofrecer el tono apropiado, pero yo estaba en demasiado apuro para molestarme en hacer cualquiera de esas mierdas de conservatorio Juilliard. De todos modos, hay algo infantil en chupar un trozo de madera. Simplemente hice aullar la maldita cosa desde el rincón de la habitación y empecé a hacerlo trabajar, ¡HONK! ¡BLAT! ¡SQUEEE¡ rizando las yemas de mis dedos que luchaban contra las teclas, arrancando vocalizaciones rasposas, experimentando con estridentes redundancias rítmicas de una o dos notas, cruzas bop jive entre Illinois Jacquet y Albert Ayler y ligados afines a los fraseos de la guitarra de los Stooges. Para mí, sonaba excelente, y Roger y Tim estaban endiabladamente entusiasmados al principio, pero después de 10 o 15 minutos comenzaron a hastiarse, dejaron de tocar, y miraban las pelusas del suelo o el show de “Dick Van Dyke” en el televisor silenciado entre tragos y tragos de oporto. No es que me molestara en lo más mínimo, el flujo de mi fuerte energía inspiradora es tan constante y sostenido que en verdad no espero que ninguno de mis pares puedan seguir mi ritmo. Ahora, si estuviera fraseando con Trane o Pharoah…

De todos modos, la noche terminó en una confusión completa una vez que todos nos emborrachamos tanto que llegamos a ese estado, a veces bendito, a veces desastroso, de inconciencia ambulatoria en el que tienes que hacer llamadas telefónicas al día siguiente para poder asegurarte (con la esperanza) de que no te hayas tropezado en alguna absurda metedura de pata. Vagamente recuerdo a Tim llevándome a casa en su auto mientras yo seguía graznando y chirriando en el saxo, con cada nota tornándose más y más incoherente, hasta que finalmente estaba soplando una única nota aislada con una sonrisa dibujada mientras la tocaba, hasta que Tim me gritó que me callara, carajo, a lo que repliqué “debes estar bromeando”, y sólo me detuve para escabullirme del auto, arrastrarme hasta las escaleras de mi departamento y caer vestido en el total olvido de mi cama.

Esa noche tuve un sueño extraño y maravilloso. Fue uno de los mejores sueños de toda mi vida. Estaba frente a un gran auditorio modelado a partir del pequeño teatro de mi colegio. Estaba lleno hasta los rincones polvorientos con gente, y yo estaba parado completamente solo en el escenario con mi saxo, toqueteándolo y espetando en cada modo posible, soplándolo de la forma más distorsionada y loca que incluso yo he escuchado en mi vida. La audiencia se estaba impacientando, e incluso se comenzaban a escuchar unos leves murmullos, pero de pronto me asaltó una sensación muy extraña, y me di cuenta de un golpe que la mano de Ohnedaruth (1) en persona me acariciaba delicadamente la frente. En ese instante fui imbuido con la visión profunda de que tocar más es tocar menos, que estaba malgastando y disipando mis energías. Así que me relajé, y comencé a aplicar mi soplido y la presión de mis dedos de una forma más calmada, más consciente y meditativa. Y entonces el tono más inspirado, sublime comenzó a emanar de mi instrumento, de mí. Era fantástico, era un momento sagrado. Sonó exactamente como Pharoa Sanders. La audiencia se sentó silenciada en medio del recogimiento. La gentil, potente corriente melódica serpenteaba avanzando, haciéndose más divina en cada momento, era tan intensa que casi se hacía transhumana. Mientras me acercaba al clímax me di cuenta de que a partir de los giros y vueltas de la canción, de alguna forma había empezado a tocar “Garota de Ipanema.” Pero de todas maneras sonaba bendita.

Me desperté al otro día con una de las resacas más notables del mes, y con la memoria hecha un queso suizo. Contemplar el saxofón apoyado contra la pared de mi propio dormitorio me dejó boquiabierto, e inmediatamente llamé a Roger y exigí que me dijera “¿qué mierda hace este saxofón en mi casa?”

“No me preguntes a mí.”
“Bueno, y qué mierda pasó anoche?
“Te iba a preguntar a ti.”

No había esperanza de cognición. Es ese oporto de mala calidad, te fríe el cerebro dejándotelo como el de un borrachín vagabundo. Por eso es que les gusta tanto a los adolescentes. Roger dijo que él y Tim vendrían a beber y a mirar un poco de televisión un poco más tarde, luego colgué y me dispuse a recomponerme. En general no bebo en las mañanas, pero ese día la calidad de mi borrachera era tan extraordinariamente intensa que casi estaba ciego, así que pasé aproximadamente tres cuartos de hora dando vueltas en círculo por la casa y mirando fijamente las manchas negras purpúreas en el cielo antes de decidir lanzarme a desayunar Jack Daniel’s. Estaba bueno, y mientras mi cabeza se despejaba me senté en la mecedora, al lado de la ventana del living a jugar con el saxo, recordando mis días de Jackie McLean. Finalmente puse mi boca en la embocadura y toqué un “TOOT” experimental. Nada mal. Gradualmente, pensando en la vibración en mi cabeza, comencé a copiar unos graznidos granjeros.

De pronto vi la proyección de una sombra pasar por la ventana a mi lado. Dejé de tocar, me levanté silencioso, abrí una de las persianas delicadamente como nunca antes y eché una ojeada. Ahí estaba mi casera, su metro y medio de arpía canosa, con su bastón apoyada frente a la puerta de mi habitación escuchando. Dejé el saxo en el suelo y me senté de nuevo, con las manos cruzadas sobre el regazo, sin hacer ni un sonido hasta que se fue.

Ya había tenido problemas con esta vieja aparición anteriormente. Desde que los antiguos administradores, una pareja de jubilados, se fueron porque el caballero sufrió un ataque al corazón y esta señora Brown había llegado a reemplazarlos, ella y yo habíamos estado en pugna. La primera vez todo había sido muy civilizado. Estaba escuchando The American Revolution de David Peel & the Lower East Side a todo volumen y ella llegó y muy dulcemente me dijo que un vecino se había quejado. Está bien. Bajé el volumen. La vez siguiente fue por escuchar Sir Lord Baltimore. Escuché todo un lado con los audífonos y los parlantes a la vez cuando me di cuenta de que había estado golpeando la puerta con toda su fuerza por veinte minutos. Cuando le abrí lanzó una diatriba con escopeta amenazándome con echarme, pero mi sangre estaba tan encendida con retroalimentación Sir Lord Baltimoreana que simplemente le grité y cerré la puerta en su cara.
Todo esto era complicado por dos cosas. Una era su hijo, un alfeñique con cara de bebé del tipo que se deja una franja de crema púrpura después de afeitarse y que se casó con la rubia (una socialité de centro de padres) más perra que encontró. El tipo estudió en el mismo colegio que yo, y gastaba gran parte de su tiempo enredado en peleas con ella. Entretenía a todo el edificio escucharla intimidarlo y oírlo quejarse. Ella siempre ganaba. Estaba claro que él todavía no salía de la falda de su madre, porque aceptaban vivir ahí sin que les cobrara, a pesar de que era evidente que su esposa la odiaba (aunque es cierto que parecía odiar a todo el mundo.)

El otro factor que hacía difícil para mí dejar la cagada tranquilo era que el departamento justamente debajo del que ocupaba yo con mi santa madre lo arrendaba otro tipo con el que fui al colegio: sin duda uno de los tipejos más estúpidos y feos que he conocido, de nombre Butch Dugger, y que, por esas casualidades de la vida, al crecer se había hecho policía. Un niño que vive en el edificio una vez me dijo que había escuchado a Dugger decir que me recordaba del colegio, que nunca le había caído bien, y que había jurado, con sus palabras, “atraparme.”


No es que sea especialmente paranoico. Todo lo que sé es que una noche en que había invitado a un amigo a beber, me tocó el hombro justo en el medio de “Sister Ray” para decirme que alguien estaba tocando la puerta. Cuando abrí había CUATRO policías en uniforme esperando para decirme que alguien, no me quisieron decir quién, se había quejado por el ruido, y ya que eran más de las 10 de la noche de un domingo tendrían que tomar mis datos. Mi pieza estaba llena de humo de marihuana, y mi amigo estaba volado y en anfetaminas, así que se los di para que se fueran, y lo hicieron.


Pero todo eso ya había pasado, y ya no tenía drogas en la casa. Me irritaba que mi casera se parara afuera de mi hogar a espiarme en los Estados Unidos de América, donde un hombre tiene todo el derecho de tocar free jazz en medio de la tarde. Había escuchado a otros arrendatarios comentando cómo ella y su hijo habían sido sorprendidos a horas extrañas, sigilosamente al costado de las ventanas de otras personas, tratando de escuchar lo que pasaba adentro.

Me senté y lo medité un rato, llegando a la mitad de mi conclusión en mi quinto vaso de Jack, y luego llamé a mi novia por teléfono para divertirme un rato. Su hermana contestó y en vez de hablar comencé a tocar inmediatamente con el saxo una chillona versión de “Mary tenía un corderito” que hubiese enorgullecido a Yusef Lateef. Al principio estaba sorprendida, pensando, supongo, que la llamaban para bromear, pero cuando le dije quién era le entregó el teléfono a Candy, mi novia, y repetí mi actuación.

Para cuando llevaba la mitad de mi primera entrega, sin embargo, mi casera había trotado por las escaleras (o al menos lo más cercano al trote que se puede con un bastón). Hacía un buen acompañamiento rítmico, de hecho, pero Candy y su hermana no podían oírlo. Cuando volví a tocar, la señora Brown comenzó a gritar “¡Oigan, ahí adentro, paren ese bullicio y abran la puerta ahora mismo!”

Pero terminé mi recital. Candy se estaba riendo cuando tomé el teléfono y le dije que me esperara un segundo. Abrí la puerta con mi hacha en la mano. La casera echaba humo. “¡Qué haces ahí adentro!”

“Estoy practicando con mi saxofón”, dije con una sonrisa de inocencia, sosteniéndolo frente a mí para que lo viera. Esto no la calmó.

“¿Estás haciendo una fiesta de borrachos?”

Me estaba empezando a enfadar. Cada puta vez que me interrumpía me acusaba de tener una “fiesta de borrachos”, y lo peor es que nunca llega cuando las hago de verdad. Una vez me llamó un sábado en la noche y me preguntó lo mismo mientras veía a un frívolo profesor universitario que se parecía a Woody Allen interpretar tocatas de piano de un oscuro compositor homosexual y después explicarlas en un tono pretencioso en la tele. “No”, le mascullé con la adrenalina en ascenso, “sólo estoy tocando mi puto saxo como puede ver.”


Ella puso su pie entre la puerta y la alfombra inclinándose hacia dentro del departamento. “¡No use ese tono ni ese lenguaje conmigo, joven!”

“¡No trate de meterse en mi departamento, no la he invitado! ¡Está invadiendo mi propiedad!” Los dos estábamos volviéndonos un poco locos. Habíamos estado soñando esta confrontación por meses. Aunque yo casi nunca estaba en el departamento; la mayor parte del tiempo estaba yendo a fiestas borrachas en Los Angeles. Ella dijo: “¡Sabía que te debí echar de aquí hace tiempo, truhán!”

“¡Pero no lo hiciste, vieja puta! dije con una carcajada, mis ojos estaban a punto de saltar de mi cabeza. “¡No lo hiciste!”

“Oooh,” farfulló alzando su pálido y pequeño puño y su quebradizo y viejo brazo en el aire. “¡Te voy a…te voy a golpear!”

“¡Adelante!” le aullé. De verdad estaba empezando a afectarme. Me podía ver demandando a una anciana tullida de 78 años por agresión.

“¡Voy a llamar a la policía!”
“¿Para acusarme de qué?” rebuzné.
“¡Por alterar la calma… por molestar a los arrendatarios de mi edificio!”
“¡Eso es mierda,” le dije, “porqué no te callas y te vas y dejas de molestarme. En dos semanas más me voy para no tener que verte otra vez tu cara fea!”
“¡Te doy tres días para que te vayas!”
“¡Que te den por el culo, no puedes hacer eso!”


Estaba realmente frustrada; comenzó a tratar de agarrarse de donde pudiera. “¡Voy a decirle a tu mamá las cosas que haces!”
“¿Y qué?”
“¡Voy a mandar a mi hijo para que te saque la mierda!”
"¡Já, el maricón de tu hijo no va a hacer nada!” gruñí, y cerré la puerta de un portazo. Se fue, y volví a tomar el teléfono. Candy esperaba perpleja: “¿Qué fue todo eso?”

“Nada,” me reí, “mi casera está realmente loca”. Aunque yo no estaba en la mejor condición. Mi resaca me tenía tiritando por todos lados y mi voz sonaba temblorosa.

Pero sabía que todo iba a estar bien. No toqué el saxo de nuevo, aunque mientras seguía bebiendo me embarqué en infinitas fantasías de futuras confrontaciones con ella. Eventualmente Roger y Tim llegaron y fuimos a comprar más bebida, a pesar de que Tim había vuelto a su antiguo régimen de anfetas y metanfetas. De hecho, trajo sus pastillas para mostrármelas orgulloso y con torpeza dejó caer la bolsa. Las pastillas rodaron esparciéndose por todos lados. En la condición en que estaba sólo pudo recuperar tres cuartos de ellas. Hice una nota mental de las que rodaron bajo el colchón y la silla para recogerlas después.


Después de tomarse las que pudo encontrar, tomó el saxo, y aunque le había contado mi episodio con la casera, Tim sopló algunos bocinazos pedorrientos. Roger lo interrumpió “no hagas eso, viejo, no queremos líos.”

“Sí”, le dije, “¿Qué le vas a decir a mi casera si viene a golpearnos la puerta?”
“¿Cómo que qué? ¡Se lo damos y le decimos ‘toma, si crees que puedes tocar mejor, inténtalo!’”
“No”, le gritamos los dos, “¡no! Cálmate.” Y estando calmados, él y Roger comenzaron a improvisar tranquilamente con la guitarra y la flauta. Al principio los escuché, sorbiendo mi Jack con agua, pero mientras más escuchaba más ganas me daban de tocar también. Finalmente, sobrecogido por la musa y el trago, grité “¡Qué se joda!” Y tomé el saxo y me puse a maullar.

Esta vez le tomó menos tiempo que la vez anterior llegar hasta arriba. Probablemente estaba sentada en su departamento, igual que yo, preguntándose cuándo tendríamos otra oportunidad para enredarnos de nuevo. Qué romántico. Ahora golpeaba la puerta con ambos puños, chillando al tope de sus pulmones. Abrí la puerta, igual que antes, con mi saxo en las manos. Pero esta vez, Trane acarició mi frente una vez más, y no necesité míseras palabras para responder.
“¡Te dije que terminaras con el bullicio…!”

¡HONK!
“¡No voy a aguantar más de tus…!
¡HONK! ¡HONK! ¡HONKHONKHONKSQUAKSQUONK!
“¡Suelta esa maldita cosa y escucha…!”
¡SQUEEEE-ONK! ¡SHRIEEEE! ¡GRUGHRRGLONK-EE-ERNK!

Me acerqué hacia ella con el saxo apartándola de la puerta, deteniéndome sólo para tomar aire. Se dio vuelta y huyó. “Está bien,” jadeó mientras corría hasta la puerta de su departamento, se metía y abría la cortina. “Voy a llamar a la policía.”

No sé qué se me metió. En parte era la bebida, en parte pura inspiración y rabia y una declaración frente a mi inalienable derecho a tocar. La perseguí por el pasillo, sin dejar de aullar, hasta su departamento. La alcancé mientras tomaba el teléfono y sonreí al ver el terror en sus ojos mientras avanzaba hacia ella soplando como un huracán. ¡Rockeando!
“¿Cuál es el problema, señora?”

Era Butch Dugger parado en la puerta, en polera, sosteniendo un sándwich de atún a medio comer, enfurecido por haberlo sacado de su televisor en su día de descanso.

“Este tipo,” jadeó, “¡me está atacando! ¡Parece un perro bravo. ¡Sáquelo de aquí!”

“Enseguida, señora” dijo Butch con los dientes apretados, dejando su sándwich a un costado de un tulipán de porcelana en la mesa del living. Entonces vino y me tomó doblándome los brazos por detrás de la cabeza y torciéndolos hasta que dejé caer el saxo que se golpeó en la alfombra. Mientras me empujaba hacia fuera, pude ver que ella iba a la cocina, tomaba una servilleta y la ponía bajo el sándwich. Escuché que Dugger le pidió que llamara a la policía y le dijera al Oficial Betancourt que él, el Oficial Dugger, solicitaba que vinieran.

Me empujó por las escaleras, me lanzó de cara al piso y sentí su rodilla en mi espalda. Mientras estaba ahí masticando pasto escuché un portazo; su esposa que le traía las esposas. Con su rodilla aún en mi espalda, me las puso y me levantó. Pude ver a Tim y a Roger al otro lado de la calle, moviéndose sigilosamente en dirección a su auto. No estaban mirándome y no los culpé.

Un minuto después llegó una patrulla rugiendo, dos policías se bajaron saltando y corrieron hacia nosotros como si se tratara de una emergencia de gravedad. Uno traía su bastón en la mano. La señora Brown debe haber hecho una buena llamada. Dugger dijo: “Aquí está. Asalto con intención de agresión, quizás intento de violación, quizás algo más. Cuidado con éste, es un enfermo. Creo que ha estado tomando LSD. Voy a conseguir una orden de cateo, creo que he olido marihuana salir de su departamento en alguna ocasión.”

Así que me llevaron y me arrestaron. Por asalto y eventualmente por posesión de drogas peligrosas, y me lanzaron al calabozo. Me senté y prendí un cigarrillo, y un tipo negro de unos treinta años con pinta de rudo me pidió uno. “¿Porqué te trajeron?”
“Por estar adelantado a mi tiempo”

Simplemente me miró. Por un segundo pensé que se largaría a reír, pero no lo hizo. “Sí,” dijo. “A mí también.”



(1) Sri Rama Ohnedaruth fue el nombre que se le otorgó a John Coltrane cuando se acercó al hinduismo.

1 comentario:

Oliver Allen dijo...

Creem Magazine, 1972. Lester Bangs otra vez.